—Ya es hora de cenar. Ve a buscar a tu tío.
—¡Ños, Mami! Él es mayor, sabe que siempre cenamos a las ocho, pero todos los días sale a las siete, y luego me envías a mí a buscarlo. Ya va siendo hora de que tenga móvil, así lo llamas, y yo puedo seguir jugando a la Play.
—La ventaja es que siempre está en el mismo sitio. Ve ya, y deja de protestar.
—¡Joder!
—¡Shhh! Ni se te ocurra seguir por ahí, ya sabes cómo funcionan las cosas en esta casa.
Sin decir nada más, pero pensando todo lo que le tenían prohibido decir, salió Carlos en busca de su tío Álvaro. En efecto, estaba donde siempre: sentado en el muro de la calle García Fajardo, a escasos metros del contenedor de basura, mirando el mar. Aunque hoy había algo diferente. Otros días, desde que llegaba, se levantaba y le acompañaba. Pero hoy, ni siquiera le miraba, seguía mirando al mar embobado. Bueno, más embobado que de costumbre.
—Tío, venga, que quiero irme para poder seguir jugando, que cuando mi padre llegue de trabajar, ya no me deja. ¡Mañana el mar seguirá ahí!
—La mar nunca me ha importado —le dijo, como quien habla a un extraño.
—¿Nunca te ha importado? ¿Qué miras entonces? ¿La isleta, el muelle, la comisaría? ¿El qué?
—No lo entenderías.
—El tonto de la familia eres tú, Tío. No hay nada que tú entiendas y yo no pueda —le espetó el insolente adolescente.
Tras un meditado silencio, le miró con condescendencia, lo agarró del brazo, lo asió hacia él y le señaló la azotea del viejo Hospital del Pino, para decirle:
—Yo nací en ese hospital pocos días después de su inauguración, cuando aún estaba rodeado de plataneras y arena, y delante de él no había ningún edificio que impidiera ver el mar. Sabes que nací enfermizo, y pasé varias semanas ingresado. Escúchame atentamente, porque esto que te voy a contar, no se lo he dicho nunca a nadie. Para mí, El Pino es mi hogar, tengo una conexión especial con él, y todas las tardes vengo aquí para ver cómo las almas de los que se fueron entre sus paredes toman el aire en su azotea. Hoy, muchos, esperando a sus familiares que transitan como ancianos entre las mismas paredes. Ahora convertidas en centro socio-sanitario. Ya ninguno llora pidiendo un milagro que mantenga con vida a sus familiares, sólo esperan para guiarlos cuando la muerte les haga cruzar la frontera. Y no te preocupes, Carlos, no tendrás que volver a venir a buscarme.