Nada más conocerse, él tenía claro que sería la mujer de su vida, y ella, aunque hay quien piensa que fue vencida por la insistencia, sólo se dejó de rogar, porque, en realidad, a ella, él también le gustaba. Tras los prolegómenos convenientes, comenzaron, más pronto que tarde, una vida en común y, con ello, su búsqueda.
Pasó algún tiempo y sobrevino la tragedia. Se repusieron y volvieron a intentarlo durante años, sin éxito. Hicieron todo lo humanamente posible, con los tratamientos que fueron necesarios, pero, ambos, al final, tenían tanto amor que dar que decidieron adoptar. No fue fácil: la ley en beneficio del menor es muy estricta, pero lo consiguieron. Cuando llegó a casa, era un pequeñajo que apenas acababa de dar sus primeros pasos, un tanto desnutrido (aunque esto duró poco), y con unos ojos negros penetrantes. Él era el centro de todas sus atenciones, y le criaron bien. El pecho se les llenaba de orgullo cuando les llamaba Papá y Mamá.
Querían que no le faltara de nada, y aunque no fue un adolescente fácil, lograron que no se desviara del buen camino. Se convirtió en un estudiante aplicado, y tras licenciarse con unas respetables notas, quiso hacer un máster muy demandado en la Universidad de Granada. Así que la familia hizo un esfuerzo extra y le ayudó a volar.
Ahí empezaron a sucederle extraños acontecimientos que no les comentaba a sus padres, no quería preocuparles: siempre habían sido unos alarmistas. Él era un tímido gallego que no conocía a nadie en Granada y, sin embargo, desde el primer día, eran muchos los que le saludaban y se extrañaban que no les recordase. Pero, al tercer día, descubrió el motivo. Estaba, de repente, sentado en clase junto a un joven idéntico a él. Era tal el parecido, que el profesor, acabada su presentación, les preguntó si eran hermanos. Ambos lo negaron.
Se hicieron amigos, pasaban mucho rato juntos. Era fácil, sus gustos, sus gestos, su forma de afrontar las cosas eran iguales. Y así lo comentó a sus padres en la cena de Navidad, con el fin de saber si, como sospechaba, era adoptado. Ellos, entonces, se lo confirmaron, y le explicaron, como pudieron, que para ellos él era una bendición; que tenía el mismo nombre y día de nacimiento de su hijo fallecido, con apenas una semana de vida, años antes de adoptarle.
Es ahí cuando cayó en la cuenta: había vivido la vida de un niño muerto, no la suya.