—¿Está llorando?
—No, a mis años ya no se llora, las lágrimas abandonan los ojos.
—¿Y por qué quieren hoy abandonar las lágrimas sus lindos ojos melaza?
El anciano la mira con cariño, con el cariño del que recibe lindas palabras cuando parece que ya no le importa a nadie, y le dice:
—¡Tú no eres como los demás!
—Nadie es igual. —le contesta.
—Pero a ti te preocupamos todos, te he visto como hablas con cada uno de nosotros, incluso días como hoy, en el que ya te deberías haber marchado porque ya tú turno acabó.
—Solo pienso que, en un futuro no tan lejano, seguramente estaré también en un lugar como éste, y me gustaría que se parasen a hablar conmigo, al menos un ratico. Hay que dar para luego recibir, así que seguro que lo hago solo por egoísmo.
—Pues bendito egoísmo el tuyo.
—Entonces, ¿al final va a satisfacer mi curiosidad y me dirá por qué huyen sus cobardes lágrimas?
—No pude evitar recordar mis años mozos, en una verbena de verano conocí a una muchachilla, era una época en la que los móviles no existían, y en casa no había teléfono fijo tampoco, ya no hablemos de internet ni otras cosas. Quizás fue amor a primera vista, no lo sé, bailamos toda la noche y, de camino a casa, me pasé todo el rato oliéndome las manos, impregnadas de su perfume. Quedamos en vernos el siguiente sábado, pero no conseguí quien me llevase, y nunca más la volví a ver.
» No pude evitar pensar en qué habría sido de mis últimas siete décadas si hubiera acudido a la cita, y mis lágrimas creyeron que podían salir a buscarla.