Nada más abrir la puerta, vio a su madre sentada en el viejo taburete de la abuela. Ésta la miró y le dijo:
—Ya no puedo más, tenemos que hablar. Y, sin esperar respuesta, continuó: no te entiendo mija, tienes muchos pretendientes y, sin embargo, a todos les pones pegas. —La hija se sonrojó, pero no le contestó. Mientras, su madre seguía hablándole. —Es que ya vas a cumplir veinte años, no es que yo quiera echarte de casa, pero es que no me parece normal. Sé que no debes rendirnos cuentas, pero quiero preguntártelo sin tapujos: ¿a ti te gustan las mujeres? Si es así, por tu padre y por mí, no te preocupes, lo entenderemos, pero nuestra prioridad es que seas feliz, y no una amargada.
—No te preocupes, mamá, yo creo que lo que me gustan son los hombres, pero aún no ha llegado el adecuado. Estate tranquila con eso —Le dijo mientras marchaba a su habitación.
El problema es que la hija no quiere contarle su secreto. Se mete en su habitación, y esperando a que se encienda el ordenador, se pregunta:
—¿Cómo le digo yo a mi madre que tengo un sexto sentido? Bueno, más que un sexto sentido, tengo el poder de ver el alma de las personas. Soy capaz de ver cómo son realmente. Por eso, sé que ella, en el fondo, si me gustasen las mujeres, no lo aceptaría. Que yo sé que papá es muy tradicional, es de una época en la que veías anuncios interrumpidos por una película. Pero, en el fondo, me entiende mejor que nadie, tiene un corazón que no le cabe en el pecho, y sé que a él, de verdad, no le importaría. De hecho, estoy segura de que mamá ha tenido esta conversación conmigo porque fue papá el que le dijo que la tuviera, no fue idea de ella.
»Yo solo quiero elegir, no cargar con almas rotas por otras personas, o con almas que vengan a romper la mía. Debo elegir bien, no quiero estar amargada por las malas energías de otras personas. Quiero ser feliz, pero también libre, y no cargar con nadie que no lo merezca —.
No se percató de que hablaba en voz alta, oyó un ruido, se giró, y vio a su padre en la puerta de su habitación. Había llegado de trabajar, y, como siempre, subía a saludarla. Sus ojos tristes le decían que había oído más de lo que a ella le habría gustado. Se le acercó, le dio un beso en la cabeza, y al oído, le dijo:
—Si se tiene un gran don, se tiene una gran responsabilidad. Piensa si, quizás, no lo tienes para elegir bien, sino para ayudar a que los demás vivan mejor, y ayudarles. Recuerda, el sol no calienta sólo a los buenos, calienta a todo el que se sienta frente a él, mientras ve cómo sus corazones laten y paran millones de veces.